Provocación inevitable
JOAN B. Culla
Para descifrar los dramáticos sucesos desarrollados en la franja de Gaza durante los últimos días existen dos claves de lectura posibles. Una es la que, partiendo de la tesis según la cual Israel --mejor todavía, "el Estado sionista"-- es una entidad política agresiva, opresora y homicida por naturaleza, interpreta el ataque israelí contra Hamás como la enésima demostración de ese carácter asesino. Si los responsables políticos y militares israelís son unos ogros sádicos que se refocilan matando palestinos, ¿qué tiene de extraño que los masacren a bombazos en Gaza, con cualquier pretexto?
Dado que, desde el pasado fin de semana, esta interpretación ya ha sido profusamente divulgada en los medios de comunicación y gritada en numerosas manifestaciones convocadas en todo el mundo (particularmente, en Teherán y Beirut), permítanme que dedique estos párrafos a resumir una lectura alternativa de la actual crisis, una lectura en términos políticos, militares y estratégicos, no de duelo apocalíptico entre el bien y el mal.
Lo primero que conviene recordar es que Hamás no combate por liberar los territorios palestinos ocupados en 1967; su objetivo programático irrenunciable --irrenunciable, porque emana de un mandato divino-- es destruir el Estado de Israel para levantar, sobre todo el espacio comprendido entre el Mediterráneo y el Jordán, un Estado árabe e islámico, una teocracia de tipo iraní. Su lucha contra los sionistas, pues, es una lucha a muerte, que no admite compromisos ni transacciones. Todo lo más, y solo si tácticamente conviene a la causa, una tregua temporal o hudna.
SU RECHAZO RADICAL a la idea de un Estado palestino definitivo en Cisjordania y Gaza llevó a Hamás a boicotear cuanto le fue posible la retirada israelí de la franja mediterránea y, una vez consumada esta retirada (en el mes de septiembre del 2005), a desplegar una minuciosa estrategia de la provocación --traducida en el disparo de miles de proyectiles contra áreas civiles israelís, o en el secuestro (en junio del 2006) del soldado Gilad Shalit-- para impedir que el Ejército hebreo pudiera desentenderse de Gaza.
Buscando las represalias y los bloqueos dictados por Tel-Aviv, el objetivo era diáfano: evitar a toda costa la imagen de una Gaza normalizada y autogobernada, libre de sionistas, que pudiera persuadir a los palestinos de conformarse con lograr otro tanto en Cisjordania. A ello se entregó Hamás después de ganar las elecciones celebradas en enero del 2006 y, todavía con mayor ahínco, tras su putsch contra la Autoridad Palestina de junio del 2007. A esta lógica responde la decisión de los islamistas de no renovar la tregua que vencía el pasado 19 de diciembre, y el lanzamiento, a partir de esa fecha, de hasta 80 cohetes diarios sobre las localidades de Sderot, Ashkelon y otras ciudades israelís.
EN ESTE SENTIDO, ¿cabría decir que Israel ha caído en la provocación tendida por Hamás? Sí, pero ¿podía ser de otro modo? ¿Qué Gobierno del mundo se permitiría tener a cientos de miles de sus ciudadanos sometidos al fuego enemigo durante años y mirar hacia otro lado? Sin duda, las vísperas electorales en Israel y el vacío de poder en la Casa Blanca han precipitado una operación que se gestaba desde hace tiempo. Una operación sangrienta, porque se trata de una guerra, pero limitada: si los bombardeos aéreos sobre Gaza fuesen --como se ha estado repitiendo-- masivos, entonces el balance de bajas se contaría por decenas de miles, como sucedió en Hamburgo o Dresde en 1944-1945.
De los dos frentes que todas las guerras del Oriente Próximo tienen desde hace décadas (el de la imagen mediática y el de la realidad sobre el terreno), Israel perderá --ya partía vencido-- en el primero. Queda por ver cómo se desenvuelve en el segundo; porque acabar con Hamás solo desde el aire no será fácil, y enviar fuerzas terrestres al laberinto de Gaza supondría someter de nuevo al Ejército israelí al examen que no logró aprobar con claridad, en julio-agosto del 2006, contra Hizbolá en el sur del Líbano.