En los sesenta años transcurridos desde su fundación, sancionada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Estado de Israel ha suscitado juicios y estados de ánimo muy diversos en la izquierda y la opinión pública general de los países occidentales. De la admiración inicial por la resistencia y los logros de la pequeña nación judía se ha ido pasando en fases sucesivas a una condena cada vez menos matizada de sus políticas y de su misma existencia. No fue un dato menor para este cambio de sensibilidad el viraje de la política soviética hacia el Estado sionista: de ser su principal valedor político y material, como medio de socavar la posición británica en la región, la URSS pasó a buscar la alianza del panarabismo socialista representado en la figura de Nasser y, posteriormente, de las distintas facciones terroristas que se arrogaron la representación del "pueblo árabe". A la vez, el eje ideológico de la izquierda se desplazaba del internacionalismo positivista que llevó a Marx y Engels a congratularse de la adquisición estadounidense de California a un conglomerado de discursos poscoloniales y antioccidentales que beben tanto del mito del Buen Salvaje como del relativismo posmoderno.
En los últimos años, el protagonismo de los conflictos próximo y medio-orientales, así como la reactivación de los ciclos de violencia tras el fracaso del Proceso de Oslo, han convertido a Israel en centro de la atención de la opinión pública occidental. Las ideologías panarabistas e islamistas han conseguido fijar, contra toda evidencia material e histórica [1], la noción de que el conflicto árabe-israelí es el más sangrante y decisivo del planeta, que se repite ya sin sonrojo tanto en círculos periodísticos como políticos y diplomáticos. Elementos religiosos y de estrategia política se concitan en esta versión interesada, que señala la existencia misma de Israel -una franja de tierra no mayor que la Comunidad Valenciana, y con una población similar a la de Cataluña- como causa última de la mayor parte de los problemas del mundo árabo-islámico, si no de todo el planeta. Tan ajenos al compromiso -salvo excepciones como los acuerdos del Primer Camp David- como a la autocrítica, los Estados árabes han mantenido a los refugiados palestinos en un conveniente limbo, subvencionado fundamentalmente por EEUU y Europa, que les permitiera usarlos contra Israel u Occidente cuando así les conviniera, a la vez que provocaban la salida de sus territorios de sucesivas olas de refugiados judíos, movimiento demográfico este último del que raras veces se habla. Sus portavoces ocultan también que los ciudadanos árabes de Israel gozan de derechos, libertades y garantías que se les niegan sistemáticamente en la mayoría de esos países.
A diferencia del panarabismo, el islamismo y el mesianismo judío -que en su forma más extrema rechaza también el Estado de Israel realmente existente-, no consideramos que ningún pueblo tenga un vínculo sagrado con la tierra a través de los siglos. Valoramos los procesos históricos, y juzgamos las sociedades políticas no sólo por sus orígenes, sino también por sus logros. Todos los Estados hunden sus raíces en la guerra, ninguno puede exhibir una ejecutoria histórica impecable. En el nacimiento de Israel, como en el de cualquier otro Estado del planeta, se concitaron aspiraciones legítimas, movimentos demográficos, procesos económicos, desposesiones, luchas intra e intergrupales e intervenciones externas. Las interpretaciones que pretendan reducir esta trama al "enfrentamiento entre dos tribus" o a la cruda desposesión colonial de una por la otra sólo pueden rechazarse como simplificaciones o manipulaciones groseras.
Por todo ello, entendemos que los partidos, las facciones y los particulares son libres de condenar lo que estimen oportuno y de solidarizarse con las causas que prefieran, por insolventes o indeseables que sean. Pero no nos resignamos a que el discurso estándar de los medios de comunicación, en cuanto modeladores de la opinión pública, se contamine de posiciones partidistas hasta ser cada vez más difícilmente distinguible de ellas.
Pedimos un trato justo hacia Israel, que parta del reconocimiento innegociable de su existencia como Estado soberano y de su derecho a proteger a sus naturales y a defender sus fronteras, que deben regresar a los límites de 1967 en cuanto se den las condiciones de seguridad imprescindibles.
Rechazamos la asunción por estos medios de las retóricas del panarabismo y el islamismo; ideologías esencialmente contrarias a los valores seculares e ilustrados que cimentan la libertad y la prosperidad de nuestras sociedades.
Señalamos la asimetría informativa que publicita las reacciones israelíes pero muy raras veces las acciones, a menudo indiscriminadas, que las provocan; y que otorga nombre y voz a las víctimas palestinas pero sepulta a las israelíes en el anonimato cuando no en la sospecha.
Denunciamos la colaboración o la complicidad de los periodistas occidentales en la propalación de libelos, montajes, versiones interesadas y propaganda de bandas terroristas [2].
Condenamos asimismo unos discursos anti-israelíes que, si no propiamente antisemitas, se nutren cada vez con menos reparos de la gramática y los repertorios del antisemitismo histórico.
Exigimos en suma, que se dé a Israel un trato ni más ni menos objetivo y respetuoso que el que se concede al resto de Estados soberanos, muchos de ellos con credenciales democráticas, jurídicas y humanitarias notablemente peores que las suyas.
[1] - Heinsohn, Gunnar y Pipes, Daniel, Arab-Israeli Fatalities Rank 49th.
[2] - The Second Draft.
http://siracusa20.com/index.php?opc=articulo&id=1