Quién mata, quién muere
Joan B. Culla i Clarà
En agosto de 1977 -hace casi 30 años-, el semanario cairota El Usbuh El Arab publicó una caricatura política cuya lucidez y cuya vigencia son especialmente notorias a día de hoy. Se trataba de dos viñetas dispuestas verticalmente. En la de arriba, sobre un horizonte de bombardeos, cohetes y explosiones, dos combatientes atrincherados intercambiaban fuego de metralleta; uno lucía en su casco la estrella de David, mientras que el otro se cubría con un tocado típicamente árabe. El título de la escena era: "Guerra en Oriente Medio". En la viñeta inferior, el panorama de misiles, aviones y bombazos era idéntico, pero los dos combatientes que se tiroteaban con saña lucían, ambos, el tocado árabe. El pie del dibujo rezaba: "Paz en Oriente Medio".
En efecto: entonces como ahora, aquello que determina la mayor parte de las actitudes mediáticas y políticas externas respecto de la conflictividad en esa región del mundo, lo que fija el rasero a aplicar, no es quién muere, sino quién mata, y las luchas interárabes o intermusulmanas son objeto de un tratamiento muy distinto a aquellas otras en las que uno de los bandos es el israelí. La actualidad nos acaba de proporcionar algunos ejemplos perfectos de esa dualidad de pesos y medidas.
Por un lado, tenemos los combates del campo de refugiados de Naher el Bared, cerca de la ciudad de Trípoli, entre el grupúsculo fundamentalista palestino Fatah al Islam y el ejército regular libanés. Leyendo las crónicas periodísticas sobre esa crisis aún no concluida, supimos que había millares de civiles atrapados en el fuego cruzado -e incluso usados como escudos humanos por parte de los guerrilleros- y que no se respetaba a los convoyes humanitarios; nos hemos enterado del carácter laberíntico del campo ("callejuelas estrechas, recovecos y zaguanes, casas que no se sabe dónde comienzan y dónde acaban") y de que, por esa razón, no es sencillo derrotar a los islamistas "sin un coste en vidas muy elevado"; hemos sido informados de que "los militares iban a entrar a degüello" y de que, entretanto, su artillería está reduciendo el recinto a "un amasijo de escombros", mientras el impreciso balance de muertos asciende ya a más de un centenar.
O sea, un escenario y unas conductas extraordinariamente parecidos a los que se vieron durante la fase álgida de la segunda Intifada, en abril de 2002, cuando el ejército israelí tomó por asalto el campo de refugiados de Yenin, en Cisjordania, con un coste (según Human Rights Watch y la ONU) de 52 muertos palestinos y 23 israelíes. Sin embargo, esta vez nadie ha hablado de matanza ni ha acusado al ejército libanés de crímenes de guerra, ningún representante de Naciones Unidas ha expresado su "repugnancia moral" por lo que ocurre a las afueras de Trípoli, y a ningún Premio Nobel se le ha ocurrido comparar Naher el Bared con Auschwitz o Stalingrado. Bien al contrario, la prensa europea ha procurado despalestinizar a los combatientes de Fatah al Islam -descritos como yihadistas o como extranjeros, sin más precisiones-, a la vez que el cómputo de víctimas de los choques permanecía misteriosamente congelado en los 100 muertos desde el 23 de mayo. Esto, en cuanto a los hechos. Porque, en el terreno del derecho y a la luz del pacto de 1969 que dio a los campos palestinos de Líbano un estatuto de extraterritorialidad, la actuación de los militares libaneses en Naher el Bared es tan discutible como la de los israelíes en Yenin en 2002.
Los choques interpalestinos de la pasada semana en la franja de Gaza han dado pie a otro alarde de trato mediático desigual, según a quién quepa imputar las víctimas. No es ya que el recuento de éstas -bastantes más de 100, según todos los indicios- haya sido discretamente soslayado, que no hayamos visto imágenes de cadáveres, esas tan frecuentes cuando los ha matado Israel, menos aún imágenes de las ejecuciones sumarias perpetradas por Hamás contra oficiales de Al Fatah. Es más grave: el corresponsal en la zona de una televisión pública muy nuestra ha tenido la desfachatez de presentar en sus crónicas los sucesos de Gaza como la improvisada respuesta defensiva de Hamás a las provocaciones de Al Fatah, cuando todos los datos disponibles apuntan a un golpe de mano islamista largamente planeado, implacablemente ejecutado y generosamente financiado por Teherán.
Sí, por supuesto que Hamás ganó las elecciones legislativas palestinas de enero de 2006. Pero, ¿acaso un año antes Mahmud Abbas -de Al Fatah- no había ganado las elecciones presidenciales con un 62 % de los votos? ¿No le da eso -eso, y el carácter fuertemente presidencialista del sistema político palestino- una legitimidad por lo menos tan sólida como la del Ejecutivo islamista de Ismail Haniya? Entonces, ¿a qué criterio informativo responde el empeño del antedicho corresponsal, en los últimos días, por presentar a Abbas como una marioneta de Estados Unidos y de Israel, mientras él y otros colegas se hacen lenguas del orden ejemplar que reina en Gaza bajo la férula de Hamás?
No sólo en el caso de Palestina, ya va siendo hora de que nuestros medios periodísticos de filiación democrática clarifiquen sus posturas con respecto al fundamentalismo islámico, igual que las tienen claras con respecto a la extrema derecha xenófoba y racista. Sí, el islamismo político se alimenta en parte de agravios reales -también Hitler lo hizo- y puede ganar limpiamente en las urnas -también Hitler ganó-, pero si alcanza el poder ya no hay más elecciones libres, ni mujeres iguales en derechos, ni libertad religiosa, ni sexual, ni de prensa, ni... Ello es así en Irán y va a serlo en Gaza como lo sería en Argelia, Marruecos o Egipto; y es una lástima que, cegados por el espíritu crítico unidireccional sólo contra Washington y contra Tel Aviv, algunos profesionales de la información lo pierdan de vista.